Carta a los ratones.

de: Kazuko Miyake.

Otros rostros.
4 min readSep 13, 2022

Correspondencia a Dios.

Carta número 400 / Nueva York, 2 de mayo de 2003

Querido Dios:

No sé si hago bien escribiéndote, mi mamá decía que tú te escondes. A veces estás debajo de las teclas del piano, y se te escucha sólo si el pianista es bueno. Pero sabes, no hay muchos pianistas buenos, por lo menos no tan buenos como ella. Y además… ¿Cómo se puede estar tan seguro de que tú estás ahí, hecho una bola dentro del piano?

Me siento un poco estúpida escribiéndote, pero me gustaría de verdad que tú existieras porque entonces significaría que todo tiene sentido. A veces he pensado que la música podría ayudarme a encontrar a mi padre. Pero ni siquiera sé cómo es mi papá, ni si de verdad las personas cuando mueren tienen cara normal, con ojos, nariz y orejas… Me acuerdo de esa vez en que me pareció verlo. Estaba con Mariko entre los árboles altísimos de Nikko, cerca de un templo. Se oía cómo el aire movía las hojas, y me acariciaba la piel de la cara y de las piernas. Me sentí envuelta por ese vestido hecho de aire, y el corazón empezó a latirme fuerte en el pecho llenándome de felicidad. Me puse el aire y vi a mi padre. Estaba de pie con un quimono oscuro, me miraba sonriendo y su piel estaba hecha de confeti. Besé todos los trocitos, uno por uno, de todos los colores posibles e imaginables.

Ahora cuando estoy triste, ¿sabes lo que hago? Canto debajo del agua de la bañera, con todas las burbujas hechas de pensamientos que salen a flote y después desaparecen como por arte de magia. Y luego dibujo, pinto las cosas que están dentro de mí, y es como sacarlas de un cajón. Sabes, Dios, una vez me puse a buscar mi alma ahí, dentro de los cajones del cuarto de mi madre, y ella pensó que quería robarle quién sabe qué, tal vez el dinero que escondía bajo la ropa interior para llegar a fin de mes.

Mira, al venir a América se hizo realidad mi sueño de estudiar en la Universidad de Columbia, pero a veces hecho de menos Tokyo, la terracita desde la que, por la mañana temprano, espiaba a los cuervos negros y escuchaba a las cigarras inundar de música el cielo. Tengo nostalgia incluso de mi hermana, que se ha licenciado en odiosología con matrícula de honor, pero está siempre en mi corazón… y mi madre, sus dedos enrojecidos sobre las teclas del piano, que si no me hubiera dicho nada, nunca me habría imaginado que pasaba horas tocando para buscarte a ti. Cada partitura es una espera, una esperanza… Y después está Mariko, mi mejor amiga, y Hakinobu, al que no olvidaré nunca y quién sabe si me habrá perdonado por haberle abandonado. He conocido a un chico aquí en Nueva York, le llamamos el ministro pero tiene cara de delincuente y me hace morir de risa. Nos hemos besado y una noche hicimos el amor. Pero no vi la cola de un sueño y entonces entendí que él no era mi alma gemela. Yo sé que el amor de mi vida será alguien que entenderá y amará todas las cosas locas que me gusta hacer, como enviar cartas a Dios. Yo sé que cuando nuestros labios se toquen podré sentir otra vez esa sensación de felicidad y plenitud que sentí en Nikko poniéndome viento, o cuando corría en bicicleta por Tokyo y el aire caliente sobre mi cara me hacía gritar de felicidad. Siento que pronto ocurrirá y entonces veré bailar el sol en el cielo y empezaré a pintar el cuadro de mi vida sobre un lienzo infinito.

Como ves, Dios, no te pido nada, ningún milagro. Te envío mi última carta esperando que esta no sea devuelta al remitente, como ha ocurrido con las 399 precedentes, porque entonces me veré realmente obligada a creer que no existes. Y que mi madre se equivocaba buscándote en las teclas del piano.

Te mando un beso.

Tuya, Kazuko.

Kazuko Miyake es un personaje excéntrico del libro “Lo que te cae de los ojos” de Gabriele Picco. Es una japonesa radicada en Nueva York que estudia arte, se junta con puros snobs, le envía cartas a Dios y tiene una biblia (propia) ilustrada. Gracias a ella (y algún que otro infortunio) conoce a Ennio, quien la acompaña al buzón de correo a entregar su última esperanza, el último reconocimiento de Dios. Lo que no sabe es que la carta termina en las alcantarillas, y es por eso que no le es rechazada como las otras 399. A veces, sólo un empujón de alguna sucia rata y el milagro de la lluvia bastan para darle sentido a toda nuestra existencia.

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Otros rostros.

Solía pintarme la cara y mancharme los dedos con tal de ver una cosa tan natural como el cielo: mi risa, mi llanto, la agonía que venía después.