Correspondencia desde Mar del Plata
Selene, a veces me pregunto si el deseo de venirme a Mar del Plata nacía de mí o era una extensión más de su vívida imaginación implantada como impulsos e intuiciones en mi alma cuajada. Por mucho tiempo se me hizo divertido mirar hacia adentro y hallarlo en el mismo rincón en el que lo encontré aquél verano, pero el chiste se transformó en viveza y de un suspiro a una risa todo se convirtió en cotidianidad establecida, en un hogar contundente para quien por mucho tiempo se sintió desencajado en los medios impuestos. Ahora te escribo esto con los pies enterrados en la arena y el sol empapándome debajo del flequillo como una caricia insistente de madre, como revisándome la fiebre e infundiéndomela al mismo tiempo, y el aroma salado de esa ola que se acaba de partir con furia contra la roca que veo de frente me inunda de una nostalgia veinteañera que no sentía desde la vez que vi a dos gorriones haciendo buenas migas en plaza España. Y vos entendés lo que era ese pedazo de manzana con unos pocos árboles retorcidos para él, vos entendés que su nombre trasciende más que un simple monumento dentro de su cabeza. Se traduce a un verano en el que yo todavía no formaba parte pero me sentía más que preparado para tal inminencia, me estaba educando para irrumpir en la vida de ambos e invitarlos a unas oreos con chocolatada a la orilla del mar –y eso que aún no lo conocía, ni al mar, ni a él–. Será que la conexión que nos une no entiende tanto de tiempos sino de existencia, y con el simple hecho de abarcar un porcentaje mínimo entre tanta población nos entrega el derecho a imaginarnos unos a otros viviendo la mejor vida, la mejor compañía, el más sinsentido show de madrugada con tal de no sentirnos solos y desdichados, y al nacer se nos fue entregado una vacante para que tarde o temprano nos terminemos uniendo como siameses en cuerpo y espíritu, y soñar con las mismas ganas de quien apenas está entendiendo la capacidad de la ley de atracción. No sé qué habría sido de mí si esquivaba la oferta que él me dio ese veintisiete de enero cuando pensé que ya era hora de dormir. Qué habría sido de él, de nosotros, que habría sido de vos y de todos esos que tuvieron que presenciar por tanto los encontronazos que nos pegábamos cuando se me patinaba la lengua por el alcohol y a él por la bronca, o viceversa.
Ah, mirá, se me acaba de posar una mariposa y me pareció que susurraba algo, que cantaba una melodía y mencionaba algún auto y cierto corazón roto, pero a mí se me escapa la carcajada de tan sólo pensar que es él queriendo leer cada palabra que le pertenece porque su ansiedad lo puede más que la satisfacción de recibir una sorpresa de quien lo quiere. Incluso me atrevo a admitirle al desconocido que tengo al lado que los arabescos que pintan las alas de este bicho no están muy alejados al color de sus ojos cuando se pone de cara al sol, no me avergüenza que me mire con indiferencia y se pare o me suelte algún insulto por lo bajo, porque me gusta imaginar su propia expresión al contarle tal anécdota por andar de nostálgico y pensativo, por andar rondando tan de cerca sus facciones y la etapa en donde todo era tan inmenso, incluyendo los miedos y las ilusiones, y nosotros tan chiquitos. Ando pensando en qué puedo regalarle para este cumpleaños, qué ponerme para estar presentable en la fiesta y si en algún momento de la noche se acordará de las ganas que tuvo durante toda su adolescencia de salir y emborracharse con nosotros. ¿Vos qué le compraste? Deduzco que le planeaste algo mucho antes que yo, aún si eso significa que fue con dos minutos de diferencia, pero sin fallarle a la larga. A veces se me da por darte el papel de responsable, de madre, de quien nos consiente y nos sostiene hasta el final, y si me hago a un lado, esa vista me fascina. Pero sobre todo me fascina verlo tan cómodo entre tus brazos, tan confiado y relajado, tan auténtico en su propia piel. Y me envuelve la emoción pensar que no dudó ni dos segundos en mostrar esa vulnerabilidad e invitarme a compartirla en cuanto nos conocimos. Nada parecido a mí, yo que siempre fui egoísta y quise mantener con garras todo lo que creía mío. En cambio él, con su amor desinteresado y sus ganas de conocer a todos y todo, de ampliar su propio mundo y empaparse de todo aquello que pudiera pegársele para mejorar y crecer, siempre tan confiado pero con tanto miedo; ojalá haya aprendido algo de su persona en todo este tiempo que llevamos juntos, haber aprendido a usar esta capacidad de hermano menor que copia y repite gestos al mayor hasta volverse una pequeña y desgastada calcomanía, y entender que nuestra relación se sigue sosteniendo porque el espejo que nos separa es mejor que cualquier otro. Tengo ganas de decirle que estoy orgulloso y que mi voz sea el eco que escuchábamos al poner en altavoz la llamada en alguna madrugada de invierno. Me gusta creer que le ganó la ambición, que sus deseos imparables de mirar más allá del horizonte fueron más fuertes que el miedo y creció hasta ya no entrar en nuestro abrazo aunque la unión de nuestras manos fuera apenas un roce de yemas alrededor de sus hombros.
El cielo se está poniendo lila y me entra frío por debajo de la camisa, algo me dice que si sigo acá, tan clavado y reflexivo, se me va a hacer tarde y él no me lo va a perdonar, que se va a reír y decir que no pasa nada pero por lo bajo alguna indirecta disfrazada de chiste afilado se le va a escapar, y no me va a quedar de otra que buscar la mejor manera de compensarlo: probablemente consintiéndole el ego, quizás use la carta de mimos hasta el empacho. Pero lejos de querer irme y hacer las cosas bien, este ambiente cálido y colorido me sigue empujando a él, me sigue llevando a pensar en el hilo que nos une y todos los nudos que fuimos forjando con el tiempo que nos hizo de a poquito, con paciencia y muchos errores, y sólo quiero inmortalizarlo como lo hice la vez que escribí su nombre en cursiva en mi cuaderno de lenguaje musical. ¿Decís que se acuerde que, pasados todos estos años, todavía no toqué para él ese tema en el piano? El de Taylor, o el de BTS, cualquiera es excusa para echarlo en cara y reírnos un rato. Ojalá que no, porque ya me quedé sin compensaciones y en este momento haría lo que fuera para complacerlo y reponer el tiempo perdido.
Siempre me sentí seguro acerca de lo nuestro, sin importar las luchas internas que nos revolcaron con furia en las peores circunstancias. En ocasiones presiento que mi cuerpo conocía el suyo, que mi ciudad no se diferenciaba mucho de estas avenidas que no dejan de subir y bajar y me amenazan el vértigo, y que el concepto de familia –esa que no se elige– se hizo únicamente para que nosotros podamos romperlo y hacernos un hogar de tres en menos de lo que el mismísimo Dios tardó en crear el mundo. Todo se queda chiquito si tengo que pensar en esto, y parecerá una exageración o una formalidad, pero me pierdo de todo significado cuando intento explicar lo encontrado y a salvo que me sentí en esa madrugada en que por fin cruzamos palabras, como si todo este viaje en silencio no fuera más que un pacto cruel hasta llegar a la cena prometida –la cual se traduce en risas y nutrición de espíritu, de alma, de la esperanza de al fin tener un otro que se me pareciera y nos sintiéramos cómodos con eso. Fue un respiro en el vacío, un golpe de frescura en pleno verano, y desde entonces mi vara para mantener vínculos fuertes se mantiene tan alta como él quiera sostenerla sobre su cabeza. Espero que no se te haga tedioso que te diga todo esto, admito que me cuesta expresárselo directamente a él, pero se me va la lengua con total soltura y palabras de afectos cuando tengo que contarle a un otro todo lo que tengo cuando estamos juntos.
Venus se está asomando por al lado de la Luna y la gente está saliendo del agua en dirección al estacionamiento. Me parece que ya es hora de irme y hacerme cargo de las responsabilidades de ser un buen amigo.
Estoy emocionado por verte, ya me siento feliz al imaginar que los tres vamos a pasar la mejor noche de todas. Como veinteañeros, como los payasos mejores vestidos en una fiesta de empresarios. Espero que ninguno llore a mitad de la madrugada, pero desde ya admito que si tal cosa pasa, me voy a tener que reír.
Con cariño, S.