Intermitencia del despojo, 슬픈 옥.

Otros rostros.
5 min readSep 12, 2021

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¿Vas a tardar mucho en admitir que me extrañás?

Pensando en la sensación que queda cuando alguien entra en una habitación y, en menos de un pestañeo, se vuelve sobre sus pasos, ya sea porque simplemente olvidó algo, porque se equivocó de lugar, o porque se arrepintió a mitad de camino de dar ese ridículo ademán que lo expuso ante el único espectador que esperaba dentro, llegué a la conclusión de que un poco así me dejaste. Yo soy la que permanece sentada de este lado, delante de la puerta y con un libro a mitad de lectura porque no puedo concentrarme en otra cosa que no sea el pestillo en potencia de ser arrancado de un tirón, con ferocidad, con genuina bronca de quien llega para adueñarse del lugar por la fuerza, y tiene la seguridad de arrasar con todo a su paso, incluso las palabras, las ideas, esta gota de tinta que se derrama por primera vez y, en su estreno, dibuja tu cara contraída en ese orgullo ciego que me aparta de un manotazo de tu cuerpo y me aplasta entre las líneas de la canción que tarareaste todo el día porque te recuerda a mi mal genio y me extrañás casi tanto como yo lo hago, y al final igual se desaparece tan rápido como un destello a media mañana. 
Soy quien espera cual diente de león en un lote baldío, sin boca que se atreva a soplarle porque su salvajismo le hace justicia a la mediocridad de su desolación. Y vos, vos sos ese aliento que con un susurro podría provocar un huracán, sin embargo, en lugar de despeinarme, mantenés un silencio sepulcral que me seca las raíces y me sostiene en un suspenso ambiguo. Te robás todo el oxígeno de la alcoba y me dejás vacía, deshecha, a medio hornear. Ojalá me desnudaras, ojalá me regalaras otro sentimiento que no oscile tanto entre la angustia y el enojo, y me volvieras savia para tus dolores de cabeza. Pero te escapás de esta pieza y ni siquiera me echás una mirada, con la oleada de tu perfume y la nicotina te es suficiente para impregnar las cortinas, las sábanas, mi pelo.
Si me zambullo muy de lleno en mis pensamientos, me atrevería a presumir cuánta falta te hago, lo tremendo que te resulta no tenerme al lado y la obligación que te suponen los mates amargos. Después de todo, la trifulca entre nosotros dos y las manías que se enredaban en mi lengua dispuesta a llevarte siempre la contraria, no son más que un espejismo de nuestros egos que buscan alimentarse del otro. Qué dicha hubiese sido empaparme de vos.
¿Por qué no terminamos de una vez con este drama? Siendo honesta, a mí nunca me gustó mucho el teatro, y a vos te tocó el personaje más antipático de toda la obra. El escenario es pobre, las luces titilan ante cada jadeo que se me escapa con la memoria de tus dedos sobre mi frente –cuando me corrías el flequillo justo así, como lo hago ahora, ¿ves?–, y los extras se pelean por robarte el papel. ¿Quién eligió este soundtrack de mierda y por qué intenta matarme de tristeza?
Carajo, tengo esta pluma nueva que rasga el papel en cada sílaba y no deja de llorar tinta sobre mi pulgar. Estoy azul, y vos completamente desdibujado, un tanto gris –y te miento, porque ni siquiera es nueva, es de la secundaria, pero la desempolvé poniéndole un frasquito nuevo de pintura–. Me cago en esta pluma que a mí me mancha y a vos no te precede, y me cago en tu egocentrismo verde musgo que lloriquea acordes disonantes.
Ya no te siento como un relámpago que alumbra la cocina y nos deja a todos con una pregunta pintada en la cara, en un domingo tormentoso de verano sin luz cuando todos los aires acondicionados de la ciudad están encendidos; ahora sos una analogía a sufrir electrocución cuando armás el arbolito de navidad mientras tu mamá prepara un pan dulce para tu abuela. Medio que sabés que va a pasar porque escuchaste a tu hermano, un año antes, pegar un grito de sorpresa y después una sopa de puteadas al aire, en ese mismo rincón del living, con la exacta mirada de asombro de tu perra que te acompaña desde el sillón, y el grito de tu vieja que resurge en una incógnita desde su medio cuerpo asomado por detrás del marco de la puerta, todo por culpa de un cablecito pelado en el extremo del último foquito rojo que se une con el enchufe. El sentimiento de anticipación pende de ese Papá Noel de coca-cola que acabás de poner de cara a la ventana, y aún así se te eriza todo el vello del cuerpo y pegás un salto de terror al darle la bienvenida a la electricidad, que se te cuela por las falanges y te adormece los dedos de los pies descalzos. Puteás exactamente como tu hermano –como lo hizo tu papá en algún pasado mientras tu mamá cocinaba el vitel toné–, y te retás por ser tan irresponsable, por caer en la idea esperanzadora de que este año sería el de tu buena fortuna, y medio que pensás en lo que hubiese ocurrido si desde un inicio fueras judío y no tuvieras que festejar el cumpleaños de Jesús. Te das cuenta que sos agnóstico, así que te burlás de las jugadas ridículas que te entrega el destino y terminás poniendo la estrella –o el Ángel, lo que se haya comprado ese año– en la punta. Algo como eso sos ahora, un poco así fue tu estancia prematura y ahora me quedo estaqueada en el centro de la sala a la espera de Santa y su verano; concluyo que quizá no lo quiero tanto porque ni siquiera puedo decirte feliz cumpleaños. 
Hoy me enteré que están arreglando las vías del tren que van a tu casa. Ojalá se te escapara un “te extraño” para sentirme en el derecho de fingir demencia con un pasaje en la mano y decirte de frente: “Mierda que esta lapicera es incómoda. Me hace mal la mano y me empapa el dorso de azul cuando a mí me gusta el verde artaud. ¿De qué te reís? ¿Querés probar?”. ¿No te parece excusa suficiente?
En la próxima parada, no apagues el cigarro, mejor escribile mi nombre y dejalo que se consuma como estas palabras que se queman con las horas y me manchan de hollín, con la marca de un fantasma, la pared detrás del piano; que se pierda en sí mismo como estas melodías que invento y no toco porque no estás para calmar tu desgano.
Dejalo que se consuma y en algún momento pensá en mí como la figura que te acompaña en la espera del bondi; no lo pises contra el cordón, mejor guardá la colilla en el fondo del bolsillo de tu mochila y dale una pitada cuando extrañes mi voz. Por ahí voy a andar intoxicando.

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Otros rostros.

Solía pintarme la cara y mancharme los dedos con tal de ver una cosa tan natural como el cielo: mi risa, mi llanto, la agonía que venía después.