La soledad del descubrimiento.
Siempre volvía sobre la calle 184, esa que hace el cruce con la esquina Vallée De L’ours donde la acera se reviste de las pinceladas doradas que deja el otoño al trabajar sobre aquel castaño milenario protegido por las vastas cercas de hierro detallado y bien pulido, el mismo que apunta con sus ramas centenarias hacia el este del camino. Quienquiera que lo viera maniobrando en la bajada de la calle antecesora al Café de los Osos Pardos −”Café des Ours Bruns”, ubicado con simpleza y seguridad sobre las raíces que amenazan con partir el suelo en dos y duplicar su origen en la esquina dorada− juraría sin juicio alguno que quien verdaderamente toma el mando de la ruta es su bicicleta, y no el joven de ojos oliva revestido en un saco de pana marrón, tan desgastado como la portada de aquel interminable libro −¿siquiera lo ha leído?− que se sostiene con expresión de espanto dentro de su bolso, pertenencia que se zarandea de lado a lado porque su dueño −o la bicicleta− no se abstiene a los baches del asfalto. Bastaba tomarse cinco minutos, entre las 4 y 15 pm y las 5 y 10 pm, bajo la sombra del castaño para visualizar al chico dirigiéndose con prisa hacia el oeste, y volver con aire relajado y un aura deslumbrante surcando el este. En días grises se convertía en cliente de pastelillos o expresos en la cafetería.
Nacía desde lo más hondo de su crianza el atenerse con devoción al hábito, que lo mantenía equilibrado y tranquilo, satisfecho del producto que el día a día le entregaba como itinerario a su almohada cuando creía que era óptimo dormir (solía guardarse entre las mantas cerca de las 10:45 pm; con regularidad y en época de ocaso temprano, alrededor de las 8:30 pm luego de beber un café con dos terrones de azúcar y una gota de vainilla líquida). Como narrador, quisiera abrir aquí mismo un paréntesis para aclarar que su fiel seguimiento a los movimientos similares que obraba con cotidianeidad no le suponían una dificultad de vivencia o paz interior en caso de tener que sortearlos, pasarlos por alto o jugar un poco con su calendario. Así mismo, no soy yo quien escribe una biografía estricta de su infancia o sus manías, simplemente un observador que tomará parte de este relato para compartirles a ustedes, oyentes, la más significativa experiencia que abre un portal marcando un antes y un después en la vida de Berni (variante de Bernard y nuestra víctima literaria, claro).
Retomando la extensa lista −comprimida a una breve y simple explicación lingüística−, Berni despertaba como quien sabe con certeza cada punto a cumplir en el pasar de las horas, con las tareas escritas a pulso sobre las agujas del reloj analógico que cuelga sobre su nevera: su desayuno (y la manera de ingerirlo) se acompasaba con la profundidad del silencio y lo tranquilo de su andar, su mirada se perdía más allá del plano y verde paisaje que se funde con el jardín trasero de su hogar, su infusión era tan oscura y consoladora como la estación misma, y dos tostadas integrales con mantequilla y miel por encima esperaban a un costado. Su rutina como estudiante de danza no le daba un tiempo lo suficientemente amplio para respirar en un estado estático, la mayor parte de su energía era consumida en el esfuerzo contemporáneo de sus perfectos bailes. Las horas libres las gastaba entre las líneas y conocimientos de todos esos libros manoseados y amarillentos que lo esperaban para ser leídos hasta el cansancio, impacientes por debatir en voz baja en todos esos rincones que ahora llevaban su nombre. Las tardes desocupadas las usaba para pasear por los campos que rodeaban el pueblo francés donde había vivido por dieciocho años, mismo pueblo que lo vio crecer y callar en la firmeza de sus argumentos, siempre en potencia de explotar y bañar con sus palabras todas las calles y bulevares que conocía como la palma de su mano. En un inicio fue Mina, cachorrita encontrada a la orilla del río en una de sus andanzas de domingo por la mañana, quien le presentó una ruptura de casi un mes a su rutina, entre la adaptación, las visitas al veterinario, los paseos y horas pactadas a sus necesidades −llegó a despertarlo a las 3 de la madrugada para orinar−, el daño de unas cuantas novelas clásicas −se le acusa de destrozar hasta 5, y arañar u babear otras 7−, y otras cuestiones caninas. Pero incluso la peludita canela supo ajustarse a sus tan acostumbradas obras de tiempo completo. La performance se mantenía intacta en aquellas semanas donde el estudio no era necesariamente excesivo, y se torcía un poco en época de exámenes.
Fueron varias las noches donde la idea de algo innovador, la presencia de una parte inexplorada de él mismo, o el manto de su propia vida terminaba por saltar a sus narices y la luz enceguecedora le golpeaba de lleno en la cara. En sus sueños no dejaba de abordar barcos, de navegar el extenso océano, de sortear aduanas de un país completamente distinto al suyo. La noche pasada a la situación había soñado que paseaba por una alameda tintada de todos los colores que el cielo pueda proporcionar en primavera a las siete y media de la tarde. Siguiendo estos escenarios oníricos con mensajes claramente esotéricos para cualquier lector que siga de cerca las señales de los sueños, Bernard pudo haber advertido que algo grande se le presentaría en cualquier momento, cuando menos se lo esperase, algo que le llenaría por dentro hasta rebalsar y expulsar toda forma bien establecida de vivir la vida que sostuvo hasta entonces. Como mensajero de su persona, me consta entregarles el secreto mejor guardado de quien representa este escrito: Berni era muy despistado como para recordar con claridad lo que soñaba al dormir, y lo que pensaba antes de pegar el ojo.
Fue en un seis de octubre de su año número dieciocho que la calle 184, por alguna razón, dejó de verse atractiva. Se trataba de uno de esos días donde se siente la motivación dar chispazos eléctricos por las venas y lo pone a uno de pie frente a todas las posibilidades que se presentan a lo largo de la jornada. El otoño se colaba por las rendijas de las ropas levantadas por su frío y seco viento y el camino se aligeraba en cada andanza, no pudiendo quemar en su totalidad la viva energía que le emanaba por los poros.
La vuelta de la Academia no dibujó un recorrido por el oeste del Valle del Oso; Antonia, la camarera de la esquina dorada, no lo vio pasar sonriente frente a la vidriera de especialidades del día, y los baches producidos en la ruta por las raíces del castaño no realizaron su sucia jugada.
Ese día, Bernard se vio viajando a toda prisa hacia la salida norte del pueblo, con el sol poniente acariciándole la mollera y la respiración agitada por la mezcla del esfuerzo que le suponían las subidas del tramo, y la adrenalina que se agolpaba en sus oídos y retumbaba como timbales en plena orquesta.
En un principio su desviación se debió a la bruma del salón de baile, a la condensación de la energía que lo rodeaba y se mezclaba con sus esfuerzos inhumanos por ponerse al día con una nueva rutina. También podría catalogar la fugaz discusión que se dio entre él y su profesora ante la usanza continua de una mala articulación (discusión que lo llevó a frustrarse por un cuarto de hora), como un factor especial para salir corriendo de la residencia, aunque no estaría siendo del todo honesto −no tengo detalles tan claros de sus pensamientos más apagados−. Pero si tenemos que basarnos en una afirmación más concisa, fácil de entender a la primera lectura, lo cierto es que Berni se sentía libre. Libre y ansioso, clara anticipación del universo en todo su estado anímico. Algo en el día gritaba “atento” o “prepárate”. No obstante, su atención era escasa, y sin ánimos de culparlo, nadie se encuentra preparado a una situación desconocida, menos sin tener idea que se presentará.
Veintitrés minutos. En segundos se trata de mil trescientos ochenta. Ese es el recuento a reloj de lo que duró la aventura en vehículo, a causa de las cercas que se le plantaron delante y cortaron la calle que transitaba con tanta ceguera emotiva. Delante de sus ojos se ponía una extensión de verde: verde claro, verde oscuro, verde quemado y verde frondoso por un lado, y más al este se alzaban las tonalidades naranjas: fuego, calabaza, amarronada, completamente otoñal. Existían matices entre medio de toda la vegetación. Bernard conocía el suelo que pisaba, tenía certeza sobre las tierras que nacían a sus anchas marcando un fin al vecindario que le llamaba y tiraba de él con nostalgia. Sabía que la finca que le incitaba a pasearla era propiedad privada, como también sabía que nadie del otro lado lo estaría esperando. Al menos, no una figura humana, pero eso se cubría con la ignorancia de su mente activa, la cual no dejaba de producir miles de pensamientos y recuerdos al azar, todos arraigados al lugar.
De un salto logró burlar el límite, y abandonando la bicicleta a su suerte, se camufló entre los pastizales amarillentos que se sacudían al ritmo de los latidos de su corazón. El tiempo estaba contado, e iba a contrarreloj de la existencia finita del joven.
Caminó, caminó y caminó. Dejó la marea de verde para colarse entre los inmensos árboles que se enredaban y doblegaban sobre sí mismos, pisando sus ramas caídas y tropezando con alguna que otra raíz rebelde. El foco de su concentración se prendía únicamente en la idea de mantenerse alejado de la existencia −al menos, de la que conocía− para meditar en silencio sobre lo efímero de ésta. Lo que no sabía Berni, y que yo voy a anticiparles ahora mismo, es que no estaba completamente solo.
Un roble y su base monstruosa lo invitaron a tomar asiento una vez hubo recorrido hasta que sus zapatillas dolieron alrededor de sus pies. La noche amenazaba sobre las copas de los árboles con bañar la vida en oscuridad y tragarlo en lo aterrador de su silencio, pero los últimos rayos de sol seguían dibujando figuras en el suelo al colarse entre las ramas secas que bailaban encima suyo.
Los primeros cinco minutos fueron tranquilos, acogedores. El silbido sordo del viento acariciaba sus greñas y amenazaba con arrancar hoja por hoja del libro que recargaba sobre su falda, los pájaros todavía cantaban celebrando el último suspiro de la tarde. Fue cuando las sombras comenzaron a jugar ser una completa amplitud oscura, y no simples garabatos alrededor de su cuerpo, que el ambiente se condensó un poco, la tensión picaba en su piel y los vellos de su nuca se mantuvieron erizados.
Crack. Un pájaro del tamaño de un cerdo podía producir un sonido semejante, uno relacionado a la quebradura de una rama, a escasos metros de su persona. Los pájaros nunca serán como cerdos.
Crack. Tutum. Crack. Tutum. Crack. Tutum.
El inquietante sonido se manifestaba cada vez más cerca y en su imaginación el repique de los latidos de su corazón le ganaban en intensidad por mucho. −El valor de un joven puede volverse marca registrada de torpeza cuando se lo somete a un lugar completamente desierto y de pronto se le regalan ruidos extraños y amenazantes, por lo que el siguiente movimiento del ojiverde está completamente justificado y reservado sólo para adolescentes que se esconden en fincas abandonadas a un paso del anochecer−. En cuanto se dio la vuelta para encarar al intruso, el libro que llevaba entre manos fue lanzado en un impulso cargado de coraje, con una fuerza vertiginosa, casi desgarradora, apuntando lo que sería el abdomen de cualquier asesino serial que ataque por las espaldas. Lo que no se esperaba era que éste impactara de lleno en la cabeza de un… puma (¿siquiera existen pumas en el sur de Francia?).
Para su sorpresa, el animal recibió con aplomo el objeto justo a un costado de su trompa y, luego de olfatearlo un poco, le entregó una elegante e indiferente mirada. Su atención recaería en algo mucho más interesante que en un par de hojas transparentadas.
El alma de Berni cayó a sus pies en cuestión de segundos. Bastó una simple respiración para sentir toda su sangre bañar la tierra y ponerse tan blanco como las olas del mar al romper contra las rocas, el vértigo de tal experiencia lo empujaba a desmayarse, pero su instinto de supervivencia le advertía que era mejor mantenerse alerta si no quería ser comido mientras se encontrara inconsciente. Por otro lado, el animal se hallaba a una distancia prudente, expectante, analizador, con la mirada más profunda que se haya visto en alguien alguna vez. Sus movimientos, lentos y analíticos, danzaban con el vaivén de sus caderas al acercarse un poco más al chico a punto de perecer del miedo. Las orejas se movieron, inquietas, como cuando moscas intentan posarse sobre ellas; como antenas expuestas a la tormenta. Los latidos del humano se volvían cada vez más secos y potentes sobre su caja torácica. Lo que vino después, nadie con el juicio sano, perteneciente al círculo social del joven, pudo llegar a creerlo.
Quiero aclarar, antes de develarles la vivencia más increíble y abrumadora que alguna vez la persona de la quien se habla en este relato pudo vivir, que esto no se trata de un invento mío, ni tampoco suyo. Todas estas palabras son cien porciento ciertas, esta aventura es verídica, y mi sujeto es un ser sano. Pero algo me dice que ustedes, oyentes, sabrán entenderlo, y bajo ninguna tela de juicio pondrán en dudas sus palabras −en efecto, las mías−.
Siguiendo el hilo de la historia, algo dentro de Bernard culminó en coherencia en tanto su mirada y la del puma se cruzaron. Una, temerosa, cristalizada por las ganas de llorar, ahuecada por el asombro y la incertidumbre. La otra, intensa, vivaz, profunda como quien ha vivido toda una vida y ha adquirido todos los secretos del universo −y con una vida no me refiero a la esperanza que se apega a los seres mundanos, sino a la vida como un complemento del todo en sí−. Las piernas del castaño se aflojaron en una vaga línea de tiempo y su sentido consciente no detectó el momento en que sus rodillas tocaron el suelo. Toda su atención priorizaba una única cosa, y para sorpresa de cualquiera: no, no se trataba del animal. Había algo más, algo mucho más profundo, más real, más persistente que le robaba el aliento y le borraba completamente la percepción del mundo que lo acogía. Una voz. Las palabras se agolpaban en el lóbulo izquierdo de su cerebro, ese que había apagado sus sentidos y nublado su visión en cuestión de segundos. La sensación se advertía vagamente familiar, pero nada comparado a lo que haya vivido antes −al menos, en esta vida−. El sonido gutural le vibraba en la parte inferior de su estómago y se trepaba por su pecho, arañando en el inicio de su cuello, incitándolo a reproducir las oscilaciones desde el fondo de su garganta. Donde antes se acomodaban sus manos, con algunos callos en la base de sus falanges, tan firmes y dispuestas a acariciar a Mina, ahora podía sentir la rudeza de la vegetación clavársele en las palmas. Su piel, tibia y cubierta por un sweater y su saco de pana en la parte superior, ahora quemaba en toda su extensión: estaba hirviendo.
Creía desmayarse de la ansiedad, creía haber muerto y reencarnado en un cielo donde la humanidad toma forma animal. Lo creía todo y al mismo tiempo no tenía seguridad de nada. ¿Cómo les explico, sin que me llamen loco de remate, que el cuerpo de Bernard ya no era cuerpo sino una extensión de la más vibrante energía, del espíritu animal de aquel felino omnipresente, de un todo y un nada paralelos que oscilaban entre esta realidad y la que sigue?
Bernard ya no poseía cuerpo, ya no poseía espíritu ni mente. Era todo y todos los de aquel vecindario, de los límites más cercanos y los lugares más remotos de la creación divina. Era infinito y su existencia no valía más que un suspiro en el más abismal vacío. Los colores se mezclaban y se volvían una paleta tenaz y cegadora, y al segundo eran una sola pincelada de transparencia. El mundo se ubicaba sobre la punta de su nariz y podría borrarlo de un soplido; las ciudades más exóticas del planeta se alzaban como una oferta tentadora en los confines de aquella finca, y el puma y su cuerpo eran un mismo suspiro de realidad. En lo que duró aquel místico viaje, el animal desenterró verdades austeras pero significativas para quien está en la cúspide de su crecimiento, creyendo que el mundo le pertenece pero sin sentirse capaz de encajar en él, asegurando que el ritmo de su vida está determinado por su voluntad propia y no por la marea social que oscila a su alrededor y lo empuja de a poco a una meta preconstruida: Bernard no podía quedarse por mucho tiempo más en el pueblo. Debía escapar de Francia cuanto antes, y entre todas las opciones que se proyectaron en su retina, fue Tokio la que brilló con más ganas, con un aura prometedora y mística. Aquella opulenta y moderna capital que se aleja con creces de su hogar le estaba llamando. Debía abandonar estas tierras si no quería fallecer en la infelicidad de lo rutinario, en la muerte inevitable de su espíritu aventurero que se mantenía enjaulado por el miedo que se le fue impuesto desde pequeño.
De una sacudida, el vozarrón insistente determinó que si Berni tomaba el buen camino, una infinidad de puertas serían abiertas para él, puertas que estarían ocupadas por alrededor de 125 amantes dispuestos a tomarlo en brazos y enseñarle a encontrar el motivo de ser. Pero, si no lo hacía, era menos la compañía que recibiría, se perdería demasiado y quedaría estancado en la más vasta soledad.
El sentido de espacio-tiempo se perdió en cuanto el animal y él conectaron de aquella forma, por lo cual no pudo determinarme con exactitud cuánto estuvo encontrándose dentro del cuerpo salvaje, o fuera de éste −y del propio− en sí. Sólo una cosa se mantuvo clara en su racionalidad: no era la primera vez que ese puma lo localizaba y se comunicaba con él, ni sería la última.
Cuando salió del trance, la noche se había vuelto tan turbia y sombría que no se podía distinguir entre árboles o inmensos gigantes que se reverenciaban a su lado. Nada podía escucharse salvo los quejidos de los búhos o el andar de las ardillas entre las escasas hojas de las copas de los robles, sumado a su propia respiración condensada. El puma no estaba cerca, y sus rodillas ya dolían de haber pasado quién-sabe-cuánto tiempo contra el duro suelo. Era hora de regresar a casa, siguiendo su instinto de supervivencia a flor de piel para poder salir del bosquecillo.
Al llegar a su hogar, sentía su cabeza a céntimas de estallar, la migraña le martillaba con insistencia para que se recostara a descansar, sin siquiera haber cenado, tomado una ducha o paseado a la pobrecita Mina. No tenía imaginación ni tiempo para hacer nada más que no sea pensar y organizar sus pertenencias para partir de una vez de aquel vecindario, lugar que se le presentaba tétrico y claustrofóbico.
Podría jurar en el nombre de todo semblante que haya dejado una marca en su existencia, que su carácter era auténtico y detonaba espejismo en quien profundizara a observarlo. Sin embargo, en lo inmenso de la realidad (la que él pudo presenciar hasta antes del suceso), no creyó nunca ser comprendido en la totalidad de sus cuestiones, sino más bien consolado desde la superficialidad, por lo cual había cogido el mal hábito de fingir autenticidad en público cuando sólo guardaba lo mejor de él −al menos, lo profundo, lo intangible, lo que supera lo servicial y ético−para el egoísmo de sus sobrias tardes en solitario. Si algo aprendió luego de aquella escapada al final del pueblo, fue que nunca sería más Bernard de lo que es ahora mismo, y toda esa obra que había estado montando hasta el dichoso día, no era más que un átomo de la punta que lo compone. En cuanto pisara Japón, sólo las huellas en la hierba curtida quedarán como registro de que ahí creció, nació y existió un otoño a sus dieciocho años de vida. Lo que vegetara antes de su encuentro con el puma no sería más que un sendero hasta el choque con la soledad del descubrimiento, choque que le dio nacimiento a su real esencia, a lo auténtico: él mismo.